La palabra inteligencia viene del latín interllegere, compuesto de inter ‘entre’ y legere ‘esc oger, leer’, sentando en sus bases la idea de una habilidad para escoger la mejor opción posible. El concepto tradicional de inteligencia ha evolucionado. En la actualidad es mucho más rico y abarca muchos más frentes. Así, por ejemplo, hoy en día a nadie le sorprende oír términos como inteligencia emocional y social. Pero una de las últimas variantes de este concepto, la inteligencia ecológica, podría ser la clave para reducir nuestro impacto sobre el medio.
“La inteligencia ecológica es la capacidad de vivir tratando de dañar lo menos posible a la naturaleza. Consiste en comprender qué consecuencias tienen sobre el medio ambiente las decisiones que tomamos en nuestro día a día e intentar, en la medida de lo posible, elegir las más beneficiosas para la salud del planeta. La paradoja reside en que cuanto más coherentes somos con su bienestar, más invertimos en el nuestro”.
La inteligencia ecológica se fundamenta en orientar nuestra vida cotidiana de acuerdo a unas pautas o conducta responsable con el medio ambiente, así como los beneficios y bondades que conlleva vivir personal y profesionalmente en entornos naturales o en armonía con ellos. Vivir en armonía con nuestro entorno no es un concepto nuevo, está presente en todas las cosmovisiones indígenas. Sin embargo, el hecho de que recién hace 10 años apareciera en el horizonte occidental es indicativo de lo lejos que hemos estado de comprender el vínculo fundamental que nos une a la naturaleza que nos sustenta. El concepto de inteligencia involucra algo que es innato, y simultáneamente, aquello que se desarrolla desde la potencialidad que la precede. Reconocer la existencia de una inteligencia ecológica permite asumir un compromiso con la naturaleza, ya que a través de esta idea comprendemos que existe una necesidad de vincularnos con nuestro entorno, y que debemos desarrollarla.
Desde un punto de vista darwiniano, Goleman sostiene que el desarrollo de inteligencia ecológica seguiría las pautas de la selección natural: “En un ambiente en crisis, el mejor adaptado es aquel que logra vivir causando el menor desequilibrio posible”. En este sentido, afirma que desarrollar esta inteligencia sería una consecuencia lógica y natural para el ser humano. Claro está que esto no es lo que se percibe hoy, los poderes políticos y económicos siguen explotando “recursos” en desmedro del bienestar ambiental. Sin embargo, de manera optimista Goleman afirma que esto se debe al poco tiempo que ha transcurrido desde la revolución industrial (comparativamente a la historia de la humanidad). De cierta manera, nos encontraríamos aún en un periodo de transición y ,por tanto, el desarrollo de nuestra inteligencia ecológica aún no se completa.
¿Cómo podemos desarrollarnos para acelerar este importantísimo cambio? Pensando en el alcance de nuestras acciones al interactuar con este mundo. Poniendo un ejemplo a nivel de mercado, cada vez que realizamos una compra se gatilla una extensa cadena de acciones que se proyectan tanto hacia el futuro como hacia el pasado. Según las cuales nos podemos preguntar: ¿Cómo y de dónde se obtuvo la materia prima?¿Quiénes la obtuvieron? ¿Cuáles fueron las condiciones en las que trabajaron estas personas y animales? ¿Cómo afectó su entorno? ¿Cómo llegó a nosotros? ¿Cuánto tiempo estará este objeto en mi poder? ¿Cuáles son las piezas que lo componen? ¿Qué sucederá con cada una de estas piezas una vez que las deje de usar?. Puede resultar agobiante, sin embargo, también podemos reflexionar acerca de todos los problemas que globalmente nos aquejan-desde la sobreexplotación de la Tierra y las personas, hasta la existencia abrumadora de residuos- debido a que no nos hacemos estas preguntas.
En su libro Inteligencia ecológica, Goleman hace especial hincapié en utilizar el mercado como un lugar de transformación. Sostiene que al comprar los consumidores estamos votando y validando prácticas, por lo que cuando se vota es necesario estar muy bien informado. He aquí la importancia de lo que denomina “transparencia radical”, que implica que cada producto identifique todos sus impactos sustanciales (desde su fabricación hasta su desintegración), en detalle y en un lenguaje y presentación fácil de entender para el consumidor. De esta manera, queda a la vista el precio oculto que muchas veces subyace a aquello “bueno, bonito y barato”; y la moral social y ecológica jugaría un rol más predominante en las dinámicas de consumo. Como consecuencia, las empresas que realicen buenas prácticas deberían verse recompensadas, volviéndose líderes en un mercado que necesita de un cambio estructural y radical; mientras que aquellas empresas que no cumplan con estos requisitos deberían estar destinadas a desaparecer.
Más allá del mercado, y desde una mirada epistemológica, Morris Berman propone en su libro El reencantamiento del mundo que antes de la revolución científica —que fue la que llevó a la revolución industrial— existía una identificación psicológica con el entorno; un sentimiento de pertenencia y reciprocidad a la que llama “conciencia participativa”, donde el destino del mundo y el nuestro eran uno solo. Y pese a que nuestra vida nunca ha dejado de depender de la salud del planeta, aquella manera que teníamos de entender el mundo cambió abruptamente, dando paso a lo que Berman llama “el desencantamiento”. Esto ha tenido como consecuencia que hayamos permitido que el planeta entre en crisis, además de una pérdida de sentido a nivel personal. Por lo tanto, es beneficioso entender la inteligencia ecológica, no solo como las estrategias que utilizamos para operar en nuestra vida de manera más sustentable, sino como un cambio a nivel del sentir, desde donde realmente comprendamos que velar por el bienestar del planeta es velar por nuestro propio bienestar.
Todos nuestros actos tienen un impacto en el medio ambiente: negarlo es de ignorantes