@Lluis_Uria

 Condado de Logan, Illinois (Estados Unidos). Clara Morison habla con el doctor Macgregor de la llegada de sus sobrinos, a los que debe cuidar durante unos días: “Cuando James me ha llamado le he dicho que me trajera a los niños cuanto antes. El señor Paisley y yo íbamos a pasar la fiesta de Acción de Gracias en Vandalia, pero con esto de la epidemia y tanta gente enferma como hay, hemos decidido quedarnos en casa”. La tía Clara es un personaje de ficción. Pero podría ser  perfectamente real, al igual que la conversación. ¡Cuántas veces habrán llegado a pronunciarse frases semejantes estos meses en todo el mundo! Sin embargo, el comentario de Clara Morison no alude a la actual epidemia de Covid-19, sino a la de  gripe española de 1918...

 El diálogo está entresacado  de la novela Vinieron como golondrinas, una pequeña joya publicada en 1937 por William Maxwell, menos conocido por su trayectoria como novelista que como editor literario de The New Yorker, donde trabajó durante cuarenta años convirtiéndose en un referente para muchos otros escritores, de Salinger a Updike.

 La novela de Maxwell, relato minimalista del impacto sobre una familia del Medio Oeste de la llegada de la enfermedad y la muerte, es un eco de su propia biografía, pues el escritor –nacido justamente en Lincoln, capital del condado de Logan– perdió a su madre a causa de la gripe española cuando tenía 10 años. Su lectura, además del placer que suscita, proyecta turbadores paralelismos con la crisis sanitaria actual.

 Empezando por los síntomas de la enfermedad que describen los diarios de la época y que el padre lee en voz alta para toda la familia –“Es una clase muy contagiosa de catarro, acompañada de fiebre, dolores de cabeza, ojos, espalda y otras partes del cuerpo, además de una sensación de profundo malestar. En la mayoría de los casos los síntomas desaparecen al cabo de tres o cuatro días y el paciente se recupera rápidamente. Algunos de los pacientes, sin embargo, desarrollan una neumonía (...) y se produce la muerte”–. Y siguiendo por las medidas adoptadas por las autoridades de la época para frenar la epidemia –cierre de las escuelas, suspensión de los oficios religiosos, recomendaciones para evitar las reuniones de grandes grupos o viajar en tren “si no es estrictamente necesario”–. Todo recuerda vivamente lo que estamos pasando hoy.

 “La junta escolar y el consejero de sanidad han puesto carteles en los colegios y en varios lugares de la ciudad anunciando que los centros de enseñanza estarán cerrados hasta nuevo aviso’... Robert notó un cosquilleo muy leve en la columna vertebral. Leyó la primera frase dos veces, para asegurarse de que no se trataba de un error. Su madre no podía tenerle metido en casa indefinidamente. Era imposible que pasara algo así de horrible”, le hace reflexionar William Maxwell en su novela al primogénito de los Morison. ¿Quién no reconocería en él a los adolescentes de hoy frente al confinamiento forzoso?

 El propio debate sobre la conveniencia o no del uso de la mascarilla es también un eco del de 1918. En la imagen que ilustra esta página puede verse a dos ciudadanos franceses en las calles de París animando a utilizar la mascarilla con los lemas: “El boche (alemán) ha sido vencido, la gripe no” –en alusión a la victoria aliada en la Primera Guerra Mundial– y “Enmascárense los unos a los otros, probarlo es adoptarlo”.

 La gran diferencia entre 1918 y 2020, naturalmente, es la mortandad. La gripe española –llamada así porque España, al ser neutral, fue de los primeros países en informar de la epidemia, al no aplicar la censura militar– fue detectada por primera vez en marzo de 1918 en la base militar norteamericana de Fort Riley (Kansas), base de la Primera División de Infantería, aunque no está claro su origen real. En todo caso, los ejércitos movilizados en la Gran Guerra  fueron el canal idóneo para su expansión, y en un par de años –no duró más– la gripe infectó a un tercio de la población mundial y mató a unos 50 millones de personas, siendo la segunda oleada más letal que la primera.

 Hoy, la epidemia de Covid-19 lleva ya 22 millones de personas contagiadas en todo el mundo y se ha cobrado cerca de 800.000 muertos. Los servicios de salud y los recursos médicos actuales son infinitamente mejores que hace un siglo, pero las medidas básicas que se están adoptando –desinfección de espacios colectivos, confinamientos, suspensión de eventos, cierres de fronteras– no han cambiado apenas.

 Y tampoco son tan diferentes  las actitudes y comportamientos de las personas. Miremos a nuestro alrededor. Todos somos, en alguna medida, como la tía Clara. Mucha gente ha optado este verano por quedarse prudentemente en casa o hacer viajes cercanos, evitar las grandes concentraciones de personas y cumplir a rajatabla con la obligación de llevar la mascarilla puesta por la calle... Pero, al igual que Clara Morison con sus sobrinos, todas estas precauciones saltan por los aires con la familia y los amigos cercanos. “Con esto de la epidemia, hemos decidido quedarnos en casa”, dice... ¡Pero que traigan a los niños cuanto antes!

 Con parientes y amigos caen las mascarillas y la distancia social se hace añicos, como si la enfermedad sólo pudiera venir de fuera y ser contagiada por extraños. No hay más que ver las terrazas de los bares, los grupos en las calles, las reuniones en los domicilios particulares... Es aquí donde se producen entre el 50% y el 75% de las infecciones.

 Afueras de París (Francia). Un grupo de amigos se reencuentra este verano después de semanas sin haberse visto a causa de la Covid-19. Hay un primer momento de duda... ¿Cómo deben saludarse? ¿Por gestos? ¿O dándose dos besos como siempre? Las mascarillas ya han sido retiradas cuando uno de ellos rompe el hielo y se acerca a los otros con los brazos extendidos exclamando: “On s’embrasse?”.

 


 
 

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